sábado, 17 de julio de 2010

VII La despedida


Sucede que en algunas madrugadas uno no puede dormir porque se han ido acumulando imágenes, una tras otra; sensaciones, una tras otra; fracasos, uno tras otro. Y el cuerpo suda, se calienta, como si la sangre llegara a la ebullición muy dentro. Los temores merodean y van destilando perturbación a su paso, pocos consiguen el sueño, y los que lo logran, se topan con pesadillas o realidades suspendidas en el tiempo.

Era una tarde de invierno hace varios años. La playa parecía un cementerio y el gris rompía la visión de todo aquel que pasaba por la orilla. Luciano tenía 12 años en ese momento, solía jugar ajedrez con Doménico, el hijo menor de una mucama que había muerto de cáncer. La madre de Luciano decidió cuidar del muchacho sin dudarlo cuando quedó huérfano a los ocho años. El destino hizo que Doménico pudiese seguir viviendo en la casa grande, como si fuera uno más de aquella familia.
La hermana mayor de Luciano nunca hizo el intento de hablarle y más bien sólo sentía lastima por él. Macarena tenía 18 años y ya preparaba su viaje a Madrid pues había decidido irse a vivir con su padre. La relación con su madre nunca fue muy buena y su padre le ofrecía una vida moderna y llena de lujos en España, lejos de la arena, el calor insoportable y la gente mediocre, como llamaba a todos en el pueblo.
Luego que ella se marchó, la familia se quedó con solo los tres varones. Estaban Luciano, Fermín y Pablo, y la madre, una mujer con un corazón lleno de felicidad que consentía todos los gustos de sus hijos, incluyendo los de Doménico, a quien llegó a querer como uno propio.

Todas las tardes salían al jardín de la casa grande, organizaban una serie de juegos mientras la madre los contemplaba sentada en su mecedora de madera tallada junto a la pileta. Pasaban horas y horas hasta que anochecía, regresaban directo a la ducha para luego ir a cenar y dormir. Nunca fueron más felices, pese a la partida de Macarena, la casa se llenó de un espíritu distinto. Posiblemente los años habían pasado y las heridas de una mujer engañada ya estaban curadas. La madre por fin comenzaba a sentir la paz que tanto buscaba.

Fermín cumplía años en Junio y todos preparaban la fiesta. Se mandaron a traer luces, sillas, mesas, vajilla fina, copas y varias botellas de vino. El jardín se transformó en una sala de gala, recibiendo a tanta gente como cabía ahí.
Los niños se perdieron entre los invitados. Corrían como locos y con esas ganas de buscar aventuras, los pequeños cruzaron el cerco de la casa, nadie se preocupó por la pandilla pues todos estaban ocupados dentro. La noche estaba bastante oscura y casi no se veía a lo largo del camino áspero y rocoso, pero ellos seguían jugando. En aquel descuido, luego de trepar por las piedras, Doménico resbaló y cayó un par de metros, rodó sin parar a la vista estupefacta de los demás niños que se detuvieron al oír el estridente grito. Inmediatamente llamaron a la madre pero nada pudo hacer, el niño había muerto al chocar su cabeza con una piedra en el tramo de su caída. Pese al sentido momento, se trató de mantener en el estricto privado el incidente. La madre de Luciano siempre temió la habladuría y por ello prefirió enterrar a Doménico en la parte trasera de la casa grande, con muy pocas personas, sin testigos, sin el mínimo interés de recordar algún día ese deceso. Pese a que quiso mucho al niño, siempre evitó el escándalo, capaz como remedio y consuelo de años de engaño y vergüenza en un matrimonio falseado e infeliz, en el que todo giró al ritmo de la opinión del mundo entero.

Luciano sentía la misma perturbación en su madre, las pesadillas hacen vivir visiones tan reales y próximas, de entre tantos miedos, su peor temor era verla atravesar un nuevo desconsuelo. La conocía bien, fue criada en un hogar conservador y machista, sería una puñalada conocer más de su hijo de lo que creía conocer. Es entonces que decide no dormir, por lo menos ver el amanecer limpia la mente con una imagen fresca de verano pero luego pensaba en Nadeo, en lo que vendría después. Pese a que buscaba evitar cualquier contacto, su intensión era terminar con aquella amenaza, por el bien de ambos, y en especial por el de Nadeo. Aun creía que merecía seguir siendo el hijo perfecto, volver a la ciudad y seguir su vida sin que aquel paso por la playa se le convierta en una marca imborrable. Luego comenzaba el sonido de las gaviotas y le recordaba la noche que estuvo con él, luego vinieron los primeros rayos de sol y parecía que aun estaba durmiendo sobre la cama, a su lado.
Horas después llegó el momento que se esperaba, otra carta había llegado y Luciano, que hacía guardia en la entrada de la casa, estaba ya leyendo el lugar y la hora del encuentro. Se especificó exactamente el monto, parecía bastante razonable. Se pidió que Luciano vaya solo, deje el dinero cerca a la fuente del parque pasadas las dos de la mañana.

Nadeo mandó el dinero requerido con su chofer a la casa grande luego que Luciano le comunicara los detalles de la nueva carta. Hasta las dos de la mañana esperaría en su habitación, en silencio, como acumulando calma para soportar la presión, como ahogando las ansias de saber de quién se trataba, pero tal situación ameritaba hacer algo más que ceder, algo más que ser parte de un juego que podía seguir sin un final. Llegada la hora, salió sin hacer ruido y por la puerta de servicio. Llegó al parque, desolado y oscuro, dejó el dinero donde se lo habían indicado y sintió que alguien lo observaba de entre las sombras. Seguramente el sujeto estaba ahí parado, mirándolo y esperando a que se vaya para recojer el dinero. Por primera vez en mucho tiempo, esa noche hacia frio, capaz como señal de que el verano ya se iba.

Luciano no pretendía moverse sin conocer a la persona que jugaba con él pero desistió ante el miedo de sentirse solo y estar a merced de sabe Dios quién. Dio media vuelta y comenzó a caminar lentamente, tembloroso y con las manos heladas. En ese momento, una voz bastante conocida le dijo que se detuviera. De entre las sombras de los árboles, salió Nadeo, apurado en ir frente a Luciano:

-“No te asustes, soy yo” – “¿Tú?”

Luciano alzó los brazos como tenazas hacia el cuello de Nadeo y apretó con todas sus fuerzas

-“Loco, estás loco” gritaba, pero ni con todas sus fuerzas pudo con él.

-“Entiende que lo hice porque necesitaba saber si todavía estabas interesado en mí” – “No comprendo de qué hablas”
-“En el fondo sabes que no sólo hacías esto por ti, también lo hacías por mí. Temías por ti pero más por mí, por mi familia, porque te intereso”

Luciano se lanzó otra vez sobre Nadeo, le comenzó a cuestionar una y otra vez lo que hizo. Nadeo jamás se defendió y por el contrario lo enrabiaba más con sus palabras

-“Lo merezco, pero sabes que no puedes hacerme a un lado”

Nadeo se pone sobre de él, sujetándole los brazos fuerte

-“Niégame que pensabas en mí. Lo hice para estar juntos, para tener alguna razón de vernos. Yo te echaba de menos y no soportaba no saber de ti. Niégame que no funcionó, viniste a mí, a pedirme ayuda, porque soy todo lo que tienes, acéptalo”

Luciano afinaba sus gestos de ira pero sus fuerzas se iban apagando. Nadeo lo levantó de un tirón y lo sujeto a su pecho, comenzó a caminar casi llevándolo cargado, mientras seguía dando explicaciones de lo que había hecho.
Se llevaba a Luciano varios metros lejos de la fuente hacia su auto, escondido metros más allá. Luciano había dejado de oponer resistencia ya

-“Cállate y sube al auto” – “No iré a ningún lugar contigo”

Pese a su oposición, es subido. Nadeo le abrocha el cinturón y arranca velozmente

-“¿A dónde me llevas? ¿Me vas a matar?” – “¿Pero qué dices? Sólo quiero que hablemos. El verano está terminando y quiero saber que vamos a hacer"
-“No haremos nada, tú regresarás a donde perteneces y yo me quedaré aquí, ¿Es tan difícil de entender eso? – ¿Es eso lo que quieres entonces? Pregunta Nadeo al momento que frena intempestivamente el auto

-“Vamos, respóndeme” - “Si, eso quiero”
“Bueno, bájate del auto entonces. Eres libre”

Luciano baja del auto y camina al borde de la carretera mientras Nadeo arranca otra vez y comienza a seguirlo a paso lento con el auto.

-“Déjame de seguir, vete” – “¿Y cómo vas a llegar a tu casa? Estamos en mitad de la nada"
-“Ese es mi problema”

Nadeo frena una vez más y se baja. La cara de Luciano se ilumina al voltear contra los faros del auto y ver el cuerpo de Nadeo acercársele. Lo sujeta y lo arrastra fuera de la carretera, entre los árboles.

-“No te voy a dejar ir”

Poco después Luciano recostaba su cabeza contra el piso. Sobre él, Nadeo, su boca y sus manos. Ambos temblaban y no era el frio. Entre los árboles secos iba oyéndose el respirar profundo de ambos. La última vez, la última noche era pactada en silencio.
Parecía que morirían asfixiados por ellos mismos.

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